lunes, 5 de marzo de 2012

Texto expositivo

Volcanes

La mayoría de los cambios en la tierra son tan lentos que tardan millones de años, pero el vulcanismo es una excepción. Un volcán puede formarse en días –a veces en horas – y otro puede explotar y desaparecer convertido en polvo en cuestión de segundos. Porque la tierra que habitamos y que tiene unos 4.500 millones de años, posee una tremenda energía en constante agitación y, al liberarla por intermedio de los volcanes, se desahoga por un tiempo.

¿Dónde estamos parados?

La Tierra tiene 12.756 km de diámetro a la altura del Ecuador. Pero nosotros vivimos sobre una corteza de apenas 70 km de espesor que cubre una masa hirviente de rocas fundidas a temperaturas muy elevadas. Es como una minúscula cáscara de nuez que encierra una bola de fuego.
En efecto nuestro planeta es como una cebolla; está formada por capas superpuestas. En el corazón del planeta está el núcleo interno, que es básicamente de hierro. A pesar de sus 5.000 grados de temperatura, ese hierro se encuentra en estado sólido debido al enorme peso que soporta. Lo rodea el núcleo externo donde hay 3.900°. Más afuera se desarrolla el manto integrado por minerales llamados silicatos. Su parte más superficial, ubicada bajo la delgada y frágil corteza terrestre, es la zona de la formación del magma. Allí se crea el alimento de los volcanes. Este gran caldo de rocas derretidas sostiene la cáscara de la Tierra y la hace moverse lentamente como sobre un tapiz rodante.
Pareciera que vivimos sobre una especie de olla a presión a punto de explotar.
Precisamente los volcanes, que descargan el exceso de energía producida cuando la presión es muy fuerte, actúan como las válvulas de seguridad de esas ollas. Por eso nuestro planeta no explota.

Las placas viajeras

La corteza terrestre no es continua: se compone de siete grandes placas rígidas que resbalan sobre el magma, chocan, se enciman y se separan en un movimiento que no se nota pero que, a lo largo de millones de años, originó montañas y océanos. Cuando dos placas vecinas se enfrentan, la más pesada se desliza bajo la otra y parte de ella se funde en magma. La otra, la más liviana, se monta sobre la primera y sus bordes se rompen. Si se trata de una placa oceánica que se hunde bajo una continental, se forma una cadena de montañas volcánicas a lo largo de la costa – como en las costas americanas del Pacífico. Y si se enfrentan, en mar abierto, dos placas oceánicas, se forma una cadena de islas volcánicas como en Hawai.

Lo malo y lo bueno

Las erupciones de los volcanes siembran muerte y destrucción. Pero también cambian el paisaje de tierras y mares y aportan al entorno gran parte del oxígeno, hidrógeno, calcio, cloro, nitrógeno, azufre, cobre y diamantes. El hombre, que huye de las erupciones, vuelve a levantar su casa en el mismo lugar, pasado el peligro. Es que, gracias a la regeneración que producen los minerales de la lava y las cenizas (potasio, calcio y fósforo), los suelos se tornan más fértiles. Por ejemplo, en la zona del volcán Etna, en Sicilia, crecen olivos a gran altura, y en las laderas volcánicas indonesias, los cultivos de arroz dan tres cosechas anuales.
Lo importante es anticiparse a la erupción. Para ello, hay que conocer a fondo los volcanes, esta es la tarea de los vulcanólogos, que son las personas expertas en volcanes, quienes con trajes metálicos, cascos y calzados de suela muy gruesa, instalan sus laboratorios junto a los cráteres para detectar cuando el volcán está por entrar en erupción.